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Amor, erotismo, literatura




¡Beso que ha mordido mi carne y mi boca
con su mordedura que hasta el alma toca!
¡Beso que me sorbe lentamente vida
como una incurable y ardorosa herida!
Juana de Ibarbourou.

Amor, erotismo: literatura.


La vida es  también  vivencia del deseo erótico y el anhelo amoroso. Anegados por esa “llama doble”  -como Octavio Paz ha titulado uno de sus ensayos fabulosos-, el amor y el erotismo nos construyen, hasta llegar a definirnos, tanto como lo hace nuestra voz, nuestro andar, nuestro carácter,  y por qué no, nuestra particular idea sobre la esencia de la vida.  

La vivencia erótica nos abrasa, y su fuego -que en ocasiones confundimos con la fuerza de la juventud-, nos regala el momentáneo habitar de una dimensión resplandeciente, desde donde se puede ver de otra manera el universo; desde donde se puede apreciar y sentir, un estado diferente del vivir  que está muy lejos de la angustia que la mortalidad nos provoca; del terror al dolor; del miedo a la inconsolable soledad. Esa vivencia es el lugar donde dicha y placer –esos dos corceles furtivos y raudos- abrevan apacibles en medio de un lugar sin tiempo.

Escribe Octavio Paz en su ensayo, que  “el erotismo es ante todo y sobre todo sed de otredad.” Y no podía ser de otra manera, pues ya fuera del vientre materno, nos enfrentamos a nuestra realidad más perentoria: la soledad radical.  Y “desde ese fondo de soledad radical- parece confirmar  José Ortega y Gasset-  que es, sin remedio nuestra vida, emergemos constantemente en un ansia, no menos radical, de compañía.  [  ] El autentico amor – destaca el filósofo- no es sino el intento de canjear dos soledades”.

La vivencia amorosa por su parte, nos abraza; su tibieza  y su comodísima sustancia – que se experimenta como retorno a aquel universo matriz originario-  las  reconocemos  en esa, a veces, perenne compañía de otro ser, que de suyo nos complace con su voz, su tacto y su cercanía, adentro de ese extraño trascurrir de nuestras vidas; en esa silenciosa confabulación de dos soledades que se aprestan y pretenden, desde el acaecimiento de un momento milagroso –quizá sortilegio-  que de improviso las reúne a vivir en el mundo, con la intención de ya no abandonarse la una a la otra. Su acuerdo, como ya alguien dijo, abarca dos supuestos: el supuesto de que el amor ha nacido entre ellas, y el de que ese amor…es para siempre.   

Amor y erotismo vinculan a los seres, y en ese vínculo, y en ese lazo, aquella llama se enardece, se trasmuta; va y viene; gira, se agita; va del rojo intenso al quieto azul; del alegre naranja, al placido amarillo; se hace uno: llama doble que acoge cuerpo y espíritu,   presencia  y espera, locura y sosiego; dulce agonía, apetecible dolor.

En su ensayo, Paz parte de los Diálogos platónicos, de los antiguos mitos, del Génesis bíblico, para regalarnos un panorama amplio de las formas en que, esa llama, ha sido vivida y concebida, ahí,  donde mujeres y hombres han cruzado miradas, para querer convertir el mundo en paraíso.
Es que desde la leyenda, la historia y la literatura, se ha  mostrado el esplendor de esas vivencias indecibles que el amor y el erotismo nos deparan. Atravesando poesía, cuento, ensayo y novela (la que para Carlos Fuentes, es el  espacio de todos los géneros), esta llama doble ha llenado mil y una páginas de cantos y lamentos. Abarcarlos es imposible.

Quizá es en la poesía, donde más cómoda esa llama se halla… Será por ello que poesía y erotismo se parecen -afirma quien escribiera El arco y la lira-, y acierta al recordarnos que así como la poesía pone un paréntesis a la comunicación, el erotismo pone un paréntesis a la sexualidad.  

Tal vez desde ahí, desde ese paréntesis infinito de imaginación amorosa-poética,  Neruda escribió ese poema que el nombra “El insecto”:

Voy por estas colinas,
Son de color de avena,
Tienen delgadas huellas
que solo yo conozco [  ]

Aquí hay una montaña.
No saldré nunca de ella.
Oh, que musgo gigante!
Y un cráter, una rosa
De fuego humedecido.

Y en ese universo de la palabra, la imaginación y la memoria, que es la literatura,  hay otras obras que han eternizado la vivencia humana del deseo y la pasión amorosa.  Tómense dos novelas - ¡por supuesto que hay más!, pero cada quien tiene sus preferencias-, estas, obras muy distintas entre sí,  pero que coinciden al abordar amor y erotismo con tal  altura narrativa y psicológica, que devienen  ya inolvidables por su verdad y su belleza.

Escritas por mujeres, en ambas novelas la perspectiva  del hecho amoroso adquiere algo que tal vez, el escritor y el lector masculino desconoce, y que las convierte en el eco de una sensibilidad  que en su particularidad nos arrebata.

Tanto la breve y hermosa obra autobiográfica de Marguarite Duras, El amante (1984), como la inigualable  novela histórica de Marguarite Yourcenar-, Memorias de Adriano (1955), nos ofrecen, -la una, desde la exquisita sensibilidad de una mujer madura que recuerda su amor primero ; y la otra, desde la reflexión casi filosófica,  que sobre el sentimiento del amor hace Yourcenar a través de la voz del emperador romano Adriano, enardecido por su intensa relación con su joven amante Antinoo-, nos regalan ambas,  la confirmación de cómo la felicidad humana o la desgracia, son inseparables de nuestra vida amorosa y erótica; de cómo definen el tiempo de la vida personal y su memoria.

En una entrevista realizada  en ese mismo año de la publicación de su más famosa novela, Duras aseveró  con tristeza: “Nunca volví a amar así”,  al ser preguntada por la vivencia de esa memoria que inspiró su libro. El amante, es entonces el recuerdo trasmutado en literatura, el pasado vivo del sentir de una experiencia amorosa – la más intensa - de aquella escritora que conoció en sus años infantiles el abandono y la soledad; y en su madurez, los estragos del alcoholismo y la grandeza del valor de la escritura, en su encuentro con la memoria personal. A veces, una memoria silenciosa  que conforma nuestro ser.  “La escritura - afirma Duras- es lo desconocido.” Y ya antes ha dicho: “Lo desconocido que uno lleva en sí mismo: escribir, eso es lo que se consigue. Eso o nada.”

El libro nos muestra esas “vivencias inaugurales” que acompañan al descubrimiento del erotismo, como el canto de sirenas de un cuerpo y una personalidad que se descubre en sus nuevas posibilidades de sensibilidad, de gozo y de vida. Nos muestra ese momento, donde para conocer, se derrocha; para probar, se quiere atesorar todo; donde olvidados del otro o de la otra, al recibir, terminamos por dar, por entregar, lo poseído.

Es que el juego del erotismo envuelve todo el cuerpo: nada de nuestra corporeidad deja de participar en esa apoteosis del sentir humano. Al cruzar sus puertas por vez primera e incursionar en su reino, parecemos postrarnos y decir: “Esto es lo que poseo: manos, pies, boca, orejas, cuello, pecho… palabras, recuerdos, sollozos. Tiende tus dulces cadenas sobre ellos”. Y a cada visita posterior a ese aposento, somos parte y todo en una vivencia única: cuerpo y alma; mucitación y palabra; tacto y vértigo.

La experiencia erótica y amorosa construye una memoria personal, define una manera de ser de la persona en el mundo. Nos enseña una senda –que nunca termina- por donde el sentir y el soñar más profundo han de transitar en un permanente descubrimiento de cosas nuevas que tocamos y se escapan: dicha y placer fugitivos; repetición de lo novedoso, novedad de lo repetido. 

En Memorias de Adriano, hecha con una de las prosas más exquisitas de la literatura universal, Yourcenar nos devela un misterio, cuando escribe (la traducción es de Julio Cortázar):

“De todos nuestros juegos, [el amor] es el único que amenaza trastornar el alma, y el único donde el jugador se abandona por fuerza al delirio del cuerpo. No es indispensable que el bebedor abdique de su razón, pero el amante que conserva la suya no obedece del todo a su dios. [  ] No sé de nada donde el hombre  se resuelva por razones más simples y más ineluctables, donde el objeto elegido sea pesado con  más exactitud en su peso bruto de delicias, donde el buscador de verdades tanga más probabilidades de juzgar la criatura desnuda.”  (p.16)
Y más adelante apunta:

“Clavado en el cuerpo querido como un sacrificado a su cruz, he aprendido algunos secretos de la vida que se embotan ya en mis recuerdos, sometidos a la misma ley que quiere que el convaleciente, una vez curado, cese de reconocerse en las misteriosas verdades de su mal, que el prisionero liberado olvide la tortura, o el vencedor ya sobrio, la gloria” (p.17)

El fuego de esa llama, parece decirnos la escritora, es tal, que nos permite, por un lado, conocer la hermosa irracionalidad de esta vivencia que se alberga en el centro mismo de la vida humana, y por otro, nos permite  trasgredir un límite, mejor, penetrar en lo desconocido, traspasar si se quiere -dejando nuestra razón atrás-, hacia esa dimensión  a la que solo por esa vía incursionamos, para olvidarla luego, no se sabe, si hasta después de la muerte.

La figura es preciosa: lo que el amor tiene de irracional, es lo que le permite llegar a conocer. Y lo que ese amor nos hace conocer, está del otro lado de las cosas que la razón conoce. De alguna forma es aquello que Eugenio Trías nombra en su filosofía como “el límite”: lo desconocido. Pero que acá deviene conocido, se trasgrede, creando otro límite: la incapacidad de su explicación racional.

Algo similar sucede en el lenguaje. Quizá, esa trasmutación entre razón y pasión (amorosa), es  lo que hace que la persona que crea poesía encuentre a veces un límite en su lenguaje materno, para expresar las realidades que ese sentimiento amoroso conlleva al seno de la propia vida, y busquen y comprendan que todos los lenguajes son un solo lenguaje,  y así revivan y hermanen palabras, a saber: hay un momento que la pasión amorosa cambia, no desaparece, sino adquiere otra cualidad. Octavio Paz lo ejemplifica citando las palabras de Unamuno, cuando el filósofo dice: “No siento nada cuando rozo las piernas de mi mujer pero me duelen  las mías si a ella le duelen las suyas”. A este “amor trasfigurado por la vejez o la enfermedad del ser amado”, el poeta y ensayista propone nombrarle con una palabra ya en desuso, que en su día usó Petrarca: comphatía. Este, nos dice,  “es el fruto ultimo del amor”.


Pero ¿cómo nombrar el vacio que sucede a la muerte del ser amado? Para este sentimiento, Claribel Alegría acoge esa suave y profunda palabra portuguesa: saudade, para arropar las anhelantes palabras con las que escribe… 

Quisiera creer
que te veré otra vez
que nuestro amor
florecerá de nuevo
quizá seas un átomo de luz
quizá apenas existan tus cenizas
quizá vuelvas
y yo seré cenizas
un átomo de luz
o estaré lejana.
No volverá a repetirse
nuestro amor.


Así el amor hermana y trasmuta pensamiento y palabra, pero también, vida y muerte. Amor y mortalidad parecen contraponerse, pero tal vez, no sería uno sin la otra. La brevedad de la vida, enardece el tiempo del amor para volverlo eterno. Nuestro obstáculo es el tiempo, dicen los amantes, pero el amor se opone al trascurrir, mudando su forma, no muriendo. Como El Aleph borgeano, “el tiempo del amor no es grande ni chico: es la percepción instantánea de todos los tiempos en uno solo, de todas las vidas en un instante.”



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