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Un partido inolvidable.



Un partido inolvidable.


Recuerdo que Jorge González -al que hoy llaman El Mágico-, jugaba esa noche por el lado izquierdo, es decir, exactamente frente a la platea del estadio, desde donde dos niños con sus narices pegadas a la baranda de alambre -mi hermano y yo-, lo veíamos, hipnotizados ambos, por esa tantas veces elogiada maniobra que lo hacia ver como un adulto diestro jugando contra niños.
Con un elegante uniforme blanco, el equipo nacional enfrentaba al equipo de Haití. El “pajarito” Huezo por su parte, hacia aparecer pelotas que regalaba a aquel desmelenado jugador, para que éste las embrujara, pues por ese año 80, todavía se le conocía como La bruja. Iba y venia pues aquel muchacho creando su magia sobre el césped, como un prestidigitador con aquella pelota blanca, e iba y venia aquella algarabiílla de la gente en esa noche: zapateros, ingenieros, estudiantes, carpinteros, albañiles, médicos, minuteros, usureros, seminaristas, meseros, tapiceros, empleados, camioneros, abogados y nosotros, los dos niños aquellos.
Para entrar al estadio, uno se acercaba a los adultos, y simulaba ser su acompañante, pues niños con acompañante no pagaban. Y siempre había gentes solidarias que te ponían su mano en el hombro para pasar el registro de las puertas y poder por fin, asomarse a ese verde exquisito que la noche y la luz artificial crea sobre el césped. Para asomarse con el corazón latiendo alocado de la dicha, de poder ver de cerca lo que mas nos gustaba ver: un partido de fútbol, y a aquél que fue un día tocado por la vara del talento caprichoso que otorgan unos dioses de risas estridentes, los mismos, que hicieron a Mozart y a Arthur Rimbaud..
Ya adentro del estadio, a media hora de partido, y en medio de aquella alegría, quizás mientras la pelota rodaba o se elevaba por sobre las cabezas como conejo o ave escurridiza, de pronto, súbitamente, se escuchó un estruendo. No había tormenta: no era un trueno… lo que hizo de ese brutal sonido, de esa explosión, algo totalmente sorpresivo. ¿Qué era aquel sonido? Y antes de finalizar esa pregunta entre los labios, las luces del estadio se apagaron.
Todo quedó a oscuras. Las 25 personas –incluyendo a los árbitros- que estaban en la cancha, parecían espectros de la noche. Los 20,000 de las gradas, un murmullo de voces, como un quejido multitudinario venido de las sombras. Pequeñas luces de cigarrillos y encendedores sobresalieron de pronto. Pero nadie corrió, nadie en esos minutos salió del estadio. Era claro que una bomba había explotado cerca, y como de costumbre, cuando era derribado un poste de cables eléctricos, la energía dejaba de funcionar un tiempo indefinido. Y así fue. Por un tiempo indefinido todos esperamos en lo oscuro, esperamos comentando las jugadas, el color de la pelota, el color del cielo, la belleza de las estrellas…
Mi hermano y yo salimos, pensando en que mi abuela a un kilómetro del estadio estaría preocupada por nosotros. Y justamente la encontramos en la esquina de la avenida Olímpica y la 55 avenida sur. Precisamente allí donde hasta el día de hoy un pequeño poste de metal sostiene un antiguo rótulo pintado a mano identificando esas calles. Lámpara en mano hurgaba en la oscuridad aquella amada anciana, buscándonos. Caminamos los tres al portón del mesón Viana y nos quedamos allí, entre tristes y ansiosos esperando que la luz apareciera y tal vez…-!vaya niños que éramos!- el partido se reanudara.
Cuando había partido en el Flor Blanca, los vehículos estacionados llegaban hasta la Auxiliadora, ese edificio de servicios funerarios de la avenida Olímpica. Y se parqueaban vehículos en las calles aledañas, como en la nuestra. Por casi media hora, observamos, ningún carro se había movido. Nosotros por su parte, fuimos con mi abuela al lugar donde la bomba había explotado. Era una sucursal del antiguo Banco Salvadoreño en lo que era el Centro Comercial Olímpica, donde hoy se albergan aulas de la Universidad Francisco Gavidia. De regreso a casa, ¡la calle se volvió a iluminar!. Había pasado cerca de una hora, y para nosotros aun quedaba la posibilidad que si llegábamos de regreso al estadio, el juego continuara. Corrimos. Las puertas ya estaban abiertas y la entrada era libre.
El juego se reanudó y se jugó, a nuestro placer y de tantos otros, un segundo tiempo completito. Después de aquel entre-tiempo tan sui géneris, la noche continuó poniendo risa en nuestra cara, sin saber, que faltaban doce años de sonidos estridentes, de pocos finales felices, más bien de tragedias. Y que nuestro rostro…se iba a volver más triste.
No recuerdo el marcador, pero sí aquella aventura que dos niños juegan en medio de una noche de futbol…en un país en guerra.



Septiembre del 2009.

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