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El Salvador: una historia de la barbarie


El Salvador: una historia de la barbarie.
Terror contra esperanza. Política contra ética.


Jorge Castellón.


Surgimos con los volcanes en ese estrecho de mar entre dos continentes, y así, lo que iba a ser nuestro suelo, apareció de la lava de una y otra erupción, haciendo esa superficie delgada y heterogénea, de lagos y montañas, de ríos, de cuevas, de lo que hoy conocemos como Centro América. Esta fue nuestra virtud y nuestra desgracia. Con un suelo rico y fructífero abonado de ceniza, heredamos tanto la perenne furia de la tierra, como la abundancia gratuita de los campos. “Varios milenios antes de Cristo- dice David Browning- el hombre de El Salvador había adaptado a su tierra un gran numero de plantas alimenticias, entre las que figuraban el maíz, varios tipos de frijoles y de calabazas, y de chiles. Además de estos alimentos, otras series de plantas cultivadas en América central – aguacate, jocote, saúco, guayaba, zapote, papaya, tuna, tomate, cacao, maguey, tabaco, algodón, henequén , añil, copal, ayote, guaje-, da fe del conocimiento del indio de su copioso medio ambiente”[1]. Esta fertilidad del suelo y la exuberante flora y fauna, había provocada una permanente migración de población desde el norte del continente hacia nuestro actual territorio y permitido la existencia de diversos grupos étnicos a lo largo y ancho de un territorio bondadoso.

A finales del periodo clásico temprano (200-600), ya la población nativa de lo que ahora es el territorio salvadoreño, había alcanzado un alto nivel de desarrollo social y productivo. Los vestigios arqueológicos de Joya de Ceren, que fuera un asentamiento de familias artesanas, dentro de una estructura social muy jerarquizada y diversa, permiten la mejor imagen de los alcances culturales del periodo, hablan, por ejemplo de un relativo bienestar social de esa comunidad indígena, en este caso, de origen Maya. Los espacios habitables y las áreas de trabajo artesanal y agrícola; los diseños y espacios de las viviendas, las herramientas, la variedad dietética, y las áreas de descanso, permiten evidenciar muy dignas condiciones materiales de vida, un alto grado de integración de los miembros de la comunidad entre si, y de esta, con su ambiente.

Por lo demás, dada la interminable actividad sísmica del territorio, era una civilización dispuesta a la permanente reconstrucción y reempezar de su cultura. “Habituados a los cambios súbitos en el paisaje, incorporados a la violencia del ambiente, viviendo entre huracanes, tormentas, erupciones, terremotos y destrucciones, nuestros antepasados indígenas estuvieron siempre predispuestos a la zozobra y la inestabilidad. Así, su manera de concebir la historia estuvo necesariamente influida por este sentimiento de cambio, destrucción y renacimiento.”[2]

A la vez, hay que señalar, que los estados precolombinos asentados desde el sur del territorio de lo que hoy es México y a lo largo de toda Centroamérica, no conformaban, ni mucho menos, un paraíso terrenal ajeno a las contradicciones sociales y a las sólidas jerarquías. Bajo una cosmovisión en torno a un dios creador (Quetzalcoatl o Kukulcan), las jerarquías políticas de origen nahua o maya, respectivamente, justificaban su dominio político, basados en un mitico otorgamiento del mismo desde la fundación de los pueblos en la antigua Tollan[3]. Poder que fue ejercido en cada estado, al seno de regiones multiétnicas, como lo era el antiguo territorio salvadoreño

A la llegada de los españoles en el post-clásico tardío (1,200 a 1,500), la relativa convivencia política entre los estados indígenas más poderosos, había desaparecido en Mesoamerica, para dar paso en algunas regiones, a una etapa de mayores conflictos y dominios mega-regionales, pero de ninguna manera significó una descomposición de los logros culturales y materiales. Grandes poblaciones urbanas como Tazumal en el occidente, y Cihuatan, en el centro del territorio salvadoreño (destruida ésta en el siglo XII probablemente por agresores foráneos), denotan un admirable desarrollo organizativo y de planificación urbana, albergando poblaciones cercanas a los 10,000 habitantes. Es a la mitad de este periodo (siglo XII), cuando se produce la última migración desde el centro de lo que hoy es México hacia lo que iba a ser el territorio salvadoreño, que va a conllevar la fundación de Cuzcatlán, o Tierra de tesoros, por parte del líder arquetípico, Topiltzin.

Para caracterizar la cultura nahua-pipil del antiguo territorio salvadoreño, se podría destacar uno de los hallazgos provenientes de Cihuatan, es simplemente un pequeño objeto, quizás un juguete, que representa un perro… de cuyas patas se derivan ruedas. Poco, o casi nada, se ha reparado y comentado de este objeto (guardado en el Museo David J. Guzmán de San Salvador), que algún anónimo artesano intuyó en su forma, disfrutó en su hechura y legó su sencillez para nuestro deleite. Así, como Europa y el mundo se maravilla del ingenio del renacentista Da Vinci, uno se maravilla ante este destello de imaginación sutil, venido de un mundo que nunca conoció la rueda y el metal. ¿Qué otros prodigios están enterrados para decirnos lo que fuimos? ¿Qué obras culturales quedaran enterradas para siempre o serán destruidas, para ampliar carreteras de colonias exclusivas, o conservar áreas comerciales como la Zona Rosa en San Salvador, en cuyo suelo se han encontrado vestigios de asentamientos hasta hoy desconocidos?

Una primera conclusión, nuestro territorio fue un día, un lugar de destino, más que de ida; un lugar de estadía indefinida, más que de tránsito; un lugar de diversidad étnica y cultural, lleno de conflictos, pero donde prevalecía una convivencia territorial, basada en acuerdos políticos. No se han encontrada a la fecha, vestigios de murallas contra bárbaros invasores; y si, una amalgama de lenguajes y culturas que no se excluían mutuamente.

Según datos de Barón Castro[4], la población que los conquistadores españoles encontraron en lo que hoy conocemos como El Salvador, era de aproximadamente 130,000 habitantes, para 1524. Esta incluía diferentes grupos etno-lingüísticos, tales como Mixes, Pocomanes, Chortis, Alagulaces, Pipiles, Lencas, Uluas y Chorotegas[5] No obstante, ya para 1551, se tasó una población tributaria de 50, 459 habitantes[6]. En otras palabras, en 27 años, la población fue reducida a menos de la mitad. La muerte directa en batallas de contra-conquista, las enfermedades transmitidas por los invasores y las “condiciones de vida” son apuntadas como las causas de esa mortalidad tan violenta que se traduce en un promedio de 8 personas diarias ininterrumpidamente, durante esos 27 años.

Prueba del brutal exterminio, es que durante tres siglos, no se produce un solo levantamiento de protesta indígena. Este silencio no significó de ninguna manera un periodo de armonía social o de bienestar para la población, sino una imposibilidad material y organizativa de un grupo social controlado y dominado totalmente por los españoles dentro de esa estructura colonial. Y de hecho, estos tres siglos van a marcar profundamente el carácter económico y político de El salvador, pues es el periodo donde se produce una sólida acumulación de recursos y medios productivos –principalmente de tierra- del grupo social dominante, compuesto tanto de peninsulares y criollos en perenne conflicto de intereses económicos.

Pero a la vez, este periodo colonial, crea una cultura de dominio que se materializa en la organización económica y de poder de la hacienda, y evolucionará hacia una forma de dominio político-militar fundamental para la definición del Estado salvadoreño, a saber: en el contexto de la hacienda, existe entre el dominador y el dominado, un poder delegado intermedio: el capataz. A falta de ejército y policía, el capataz de la hacienda, juega el papel de controlador y ejecutor de castigos ante cualquier revuelta. Esta figura es la que se convertirá, ya como institución del estado, en lo que va ha ser el ejército nacional, como capataz de la nación.

Entre el rico y el pobre, existirá un grupo de hombres, encargados del control y el castigo, ante cualquier amenaza de esos pobres, de generar inestabilidad frente al poder dominante. De esa institución castigadora llamada Fuerza Armada, han surgido las más nocivas y asesinas personalidades que han recorrido la historia moderna salvadoreña y que han dejado una huella de sangre y muerte en nombre de los patrones de la nación. Son castigadores nacidos de un ejército que hunde sus raíces hasta el fondo mismo del periodo colonia, entre los que destacan: Maximiliano Hernández Martínez, José Tomas, Calderón, Sánchez Hernández, Carlos Humberto Romero, Domingo Monterrosa, entre otros de una lista interminable.

A pocos años del movimiento independentista de 1,821, la cabeza de Anastasio Aquino, fue el símbolo de un terror que volvía a anunciarse -después de la conquista-como antídoto ante cualquier protesta o rebelión colectiva de la población indígena en cualquier época. Este levantamiento obedeció a la anarquía de los primeros años de la independencia, pero aun más, fue el resultado del empeoramiento de las condiciones de vida de la población nativa, ocasionado por un sistema económico sostenido sobre la base de la explotación de la tierra a través del trabajo obligatorio del indígena, y que en ese momento estaba orientado a la producción de añil, pues aquella independencia que se celebra cada 15 de septiembre, fue básicamente un movimiento del criollo en busca de su propia libertad económica,[7] nunca, un movimiento social a favor de la libertad y el bienestar del indígena.

Y es que hay que repetirlo: la patria que emergió de la independencia centroamericana y salvadoreña, no era una patria del indígena. Como menciona Martínez Peláez, “la idea de patria [ ] es la patria del criollo… Es un producto ideológico de la lucha que sostenían los criollos con la madre patria, España”[8] en la lucha por su patrimonio como herederos de la conquista. En esa pugna, el indio, era parte del paisaje que se anhelaba poseer. No podía ni ser imaginado, que en esa lucha libertaria, se incluyera al indio como sujeto social. Así, desde la proto-historia del Estado salvadoreño y de la configuración de la nación, se considera a las grandes mayorías pobres, principalmente campesinas, más como un recurso económico a dominar, que como participes sociales o políticos. Ya a partir de 1860, con la presidencia de Gerardo Barrios, la historia nacional tenía un rostro: el Estado se organizará en función de una minoría terrateniente, de sus ganancias económicas y de su poder político

Se va a entender Estado, como el gobierno, sus leyes, sus funcionarios y sus instituciones de control político, principalmente sus fuerzas armadas, que en el caso salvadoreño, fueron fundadas en 1824, antes de que el país tuviese un nombre.

Ya en el inicio del siglo XX, el Estado y su estructura fundamentalmente agraria, crea todo un sistema de explotación semi-feudal, que aun hasta ahora, tiene reminiscencias a varios niveles de la sociedad salvadoreña. Entre las más “simples,” el calendario escolar actual, que sigue establecido obedeciendo a esa antigua necesidad de trabajo infantil, para atender la cosecha del café, la cual se desarrolla entre octubre y diciembre. Más allá, la vinculación de ese modelo económico mono-cultivista al mercado mundial exportador, conllevará, como ya es conocido, por los impactos de la recesión económica de 1929, a un levantamiento campesino en el occidente del país (principalmente Sonsonate), y a otra respuesta brutal de control, por parte del Estado, con el uso de su ejercito, y que conduce a la matanza de enero de 1932. Otra vez, ante condiciones de pauperización en el campo, el pueblo se organiza y contesta con un levantamiento, más lleno de esperanzas que de posibilidades de triunfo. Consecuentemente, el grupo dominante, reprime. El terror como forma de contención a la protesta social, no nace en 1932, el terror se consolida ahí, en nuestra historia moderna, con la consolidación misma del militarismo como forma de gobierno.

Así, el gobierno militar de Maximiliano Martínez (1932-1944), responsable de la matanza del 32, propicia dos condiciones que van ha fortalecer la permanencia institucional del terror en contra de la protesta popular, en lucha por sus derechos sociales y políticos. Por un lado, consolida el militarismo como forma de gobierno (ejercicio absoluto de poder), y por otro, recrea un modelo de dominio fundamentado en la fuerza –armada-, como capataz de una nación cuyas riquezas, pertenecen a unos pocos. Este militarismo gobernará el país hasta 1979, llenando medio siglo de historia nacional.

Pese a las reformas sociales en el gobierno de Martínez en materia comercial, seguridad ciudadana, y fiscal, su legado para la historia no depende de esos parámetros. Su agresión desde el abuso del poder es tan nociva, que afinca en la conciencia social salvadoreña, una cultura -abonada ya de criollismo colonial-, donde se acuña la anulación del campesino como persona y como miembro de la sociedad salvadoreña. Donde se busca la erradicación total de los herederos de una tradición cultural y por qué no, genética de una población. En otras palabras, prosigue en el siglo XX, un proceso de exclusión social absoluta contra ese grupo poblacional que guardaba nuestra cultura ancestral.

Al día de hoy, parte de la cultura popular salvadoreña expresada en el lenguaje contiene alusiones tales como “No seas indio” o “Se te salió el indio”, cuando una persona se enfada o guarda resentimiento. Se alude así, de manera despectiva a una actitud para nada gratuita por la que se caracterizó la población indígena; actitud que proviene de ese sufrimiento social permanente y de esa exclusión como personas integrantes de una nación.

Retomando algunos conceptos del filosofo social Todorov[9], podemos decir que, si la inclusión de los diferentes grupos sociales crea la civilización; si el trato humano que se le brinda a los grupos en una sociedad determinada define la civilización, entonces, la exclusión social define la barbarie, y aun más cuando esa exclusión se materializa en su aniquilamiento planificado. Es esa barbarie, como situación social excluyente, lo que definirá en adelante el siglo XX salvadoreño, ya sea a través de la violencia institucional o la violencia armada; la primera, que conlleva la negación de derechos sociales básicos como alimento, vivienda, trabajo, educación y asistencia medica. Y la segunda que conlleva a la negación de la vida misma.

Si bien es una tesis controversial, el derrocamiento de Martínez en 1944, analizado con calma, es producto de la presión norteamericana y de la única fuerza capaz de derrocarlo: la fuerza armada descontenta con los fusilamientos a sus miembros. Los sectores sociales, principalmente los estudiantes universitarios, en una acción correcta y valiente, ejerciendo su derecho de protesta a una tiranía, hay que decirlo, no fueron el elemento determinante en ese derrocamiento. Nada pasa después, que hable de un cambio fundamental en el contexto y la historia salvadoreña.

Después del Martinato, los presidentes Castaneda Castro, Osorio y Lemus, generales todos (1945-1960), se han quedado en la memoria difusa de la cultura, como propiciadores de cambios importantes y como gobernantes preocupados por la población, pero sus reformas a favor de la vivienda, el seguro social, el movimiento sindical, la Procuraduría General de Pobres, entre otras, favorecieron muy poco a la gran mayoría y concentraron sus beneficios más, sobre un grupo muy reducido de la clase media asalariada[10]. Aun más, es en este momento de la historia salvadoreña, donde se da un gran énfasis a la infraestructura nacional de carreteras y puertos, como elemento básico de una economía agro-exportadora (cafetalera) en su apogeo. No obstante, hay que destacar el siguiente hecho: la generación nacida en este periodo de los años 50 y 60, va a llegar a constituir el primer componente humano del mayor movimiento social-revolucionario del siglo XX en El Salvador. Cuando el movimiento izquierdista alcanza su máximo nivel organizativo a finales de los años 70, lo hace con aquella población joven nacida en una aparente época de prosperidad y estabilidad social. Dicho de otra forma, la sociedad civil crece en conciencia política durante, precisamente, este periodo social que se ha presentado como la edad de oro de la nación.

Del 1962 a 1979, es decir desde la presidencia de Julio Rivera, se continúo con una política de gobierno reformista y demagógica, vinculado a un escalamiento del terror hacia una ciudadanía con una fuerte participación política. La línea de gobierno seguida por Rivera, Fidel Sánchez Hernández, Arturo Armando Molina y Carlos Humberto Romero (coroneles todos), propicia el punto más álgido del descontento social de esa generación. Paralelamente, la organización popular se fortalece a su más alto nivel, y las primeras organizaciones de masas y políticas- revolucionarias emergen a la lucha social con una cualidad de objetivos nunca vista: la toma del poder y la transformación de la sociedad. Y el 30 de julio de 1975, el Estado da un aviso que venia del pasado, y se proyectaba al futuro como forma de reprimir la protesta popular: tanques aplastan los cuerpos de estudiantes universitarios en abierta protesta ciudadana frente al hospital del Seguro Social en San Salvador.

A mitad de este periodo, el latifundismo, los movimientos de integración comercial centroamericana y la competencia de mercados nacionales, llevaran al país a la guerra de 1969. En defensa de causas comerciales, ambos ejércitos (hondureño y salvadoreño) se adentran en una confrontación donde, en uno de sus más tristes y oscuros episodios, población fronteriza es masacrada desde ambos lados de la frontera, bajo una indudable coordinación de ambos mandos militares. La guerra deja luto, no se pueden poner entre paréntesis 4,000 muertes, y abre, en base a una propaganda tergiversada de la prensa, una permanente desconfianza y animadversión entre hondureños y salvadoreños que se incorpora a la ideología popular, además del invento del falso heroísmo militar salvadoreño.[11]

De otra forma, la inventada honra al militarismo redentor, es el corolario de ese inútil enfrentamiento, y será la base simbólica para la tergiversación de la memoria histórica, del argumento oficial que considera al ejército como defensor contra la agresión extranjera, sea física o ideológica. Diez años más tarde, será este mismo argumento el que se enarbolará, cuando el Estado propague una guerra total contra la supuesta agresión extranjera del comunismo, llegada - según la teoría de la administración Reagan- por una forma quizás de osmosis social, desde la vecina Nicaragua en 1979. Lo que se denominó en su momento teoría del dominó.

En el complejo momento que va del año 1979 a1980 – años de locura, como bien le llama un autor salvadoreño- pasarán tres Juntas de gobierno que se irán desintegrando internamente en contradicciones insalvables, y que no traen ningún cambio fundamental a la situación social al inicio de la guerra civil. Visto en retrospectiva, no hubo ninguna confianza de la población en ese intento de estabilización social, venido de sectores progresistas, de militares jóvenes y de intereses estadounidenses. Qué confianza podía haber, si las acciones de represión continuaron en las calles y el campo en una actuación militar indiscriminada Así, los años más violentos de la guerra pueden considerarse a los primeros dos años de la década de los 80: estudiantes, amas de casa, sacerdotes, profesionales, campesinos, empleados, maestros, obreros, son asesinados con saña y otra vez, decapitados a las orillas de caminos y carreteras, quedando en palabras y documentos los intentos de cambios sociales desde las proclamas de cada una de las Juntas de gobierno.

Con el inicio de la guerra civil en 1980, ya con un frente popular armado y unificado a mediados de ese año, comenzará por parte del estado un periodo de terror, que socavará por completo y de forma salvaje, el valor de la vida humana a un ritmo sin precedentes. Tanto las fuerzas militares regulares y los grupos paramilitares (escuadrones de la muerte), organizados para operar en la clandestinidad, como a su vez, las instancias de justicia, se volcaron con descaro a favorecer ese terror con impunidad. Pero este movimiento social que se pretende detener de esa forma, ya no es un simple levantamiento, es una insurrección con una ideología definida y un proyecto político claro, que buscaba transformar a la sociedad en su conjunto.

Los hechos son de todos conocidos: una guerra civil de 12 años que deja 80, 000 muertos, 20,000 desaparecidos, millón y medio de personas que emigran al extranjero, y todo ello, con la espantosa y cínica colaboración de gobierno norteamericano: conservadoramente se ha estimado un millón y medio de dólares diarios de ayuda militar. Cabe destacar que bajo el gobierno de Reagan, se ocultan, bajo una complicidad jamás vista por una administración de gobierno estadounidense, sucesos como el genocidio de El Mozote, donde 753 personas, dentro de ellas más de 500 niños y niñas son asesinados con total salvajismo, que incluso, los corresponsales del New York Times y el Washington Post, son relegados de sus funciones, posterior a la divulgación de los hechos en día 26 de enero de 1982, todo, para favorecer la continua aprobación de la ayuda militar al Estado salvadoreño y su ejercito.

Es importante anotar, que las acciones de genocidio llevadas a cabo durante la guerra civil, en diferentes lugares del país, como Morazán, Chalatenango y San Vicente, fueron un patrón definido en el modus operandi del ejército[12]. Dentro de esa forma de operar, se buscaba el asesinato de cualquier ciudadano de cualquier edad, que pudiera resultar sospechoso de estar vinculado a las fuerzas revolucionarias. Esto es de suma importancia anotarlo, pues revela una planificación detallada del mal, desde el Estado y sus instituciones armadas, en contra de una población la más de las veces indefensa de comunidades rurales.

El elemento novedoso en esta arremetida sin precedentes del Estado salvadoreño frente a la población organizada, fue el diseño e implementación tecnificada de la mentira institucionalizada -como bien fue señalado en su momento por uno de los jesuitas asesinados en 1989, el psicólogo social Ignacio Martín Baró-. En el pasado, los hechos de represión se presentaban como triunfos frente a hordas asesinas, ahora, se presentaban a los niños de 3 o 4 años como combatientes activos, que morían en combate, o en su caso, las masacres, como hechos que nunca sucedieron. Tuvieron que pasar diez años para que el mundo evidenciara que las declaraciones del periodista Booner del New York Times, sobre la matanza de El Mozote, eran ciertas. Así, la mentira y su divulgación con el uso abusivo de los medios de comunicación, caracterizaron la llamada lucha contra-insurgente de las Fuerzas Armadas de El Salvador. Y ahí quedaron en esos años como leyenda, o mentira, otras matanzas, y quedaron sin investigar, a la vera de la justicia, homicidios como el de Monseñor Romero.

En los últimos años, es gracias a la lucha de las familias de los muertos, que se ha comenzado a hacer justicia –internacional- sobre los culpables de asesinatos como el de Monseñor Romero o el de los padres jesuitas y sus empleadas.

Pero junto a la mentira, dice Baró, también se constituye un estado de polarización social sin precedentes, aunado a un tercer elemento, (no nuevo, pero ideológicamente elaborado): la deshumanización: el otro no es persona, es enemigo. Esto significó que para el Estado, matar al enemigo era matar al mismo tiempo una ideología y salvar una patria. Patria e ideología. Patria del criollo, ideología del pobre. Ideología, que sobre todo, era descontento social ante la deshumanización y la pobreza. La persona descontenta con el Estado de cosas, fue vista entonces, como un ente no humano que albergaba una ideología que había que destruir. Y se destruía esa ideología, matando a esa persona, en defensa de la doctrina del rescate de una patria que de suyo, ya era ajena centenariamente.

Los Acuerdos de Paz en 1992, logro de la lucha política y militar de toda una generación, y que dieron fin a la guerra civil, abarcaron los siguientes puntos: Fuerza Armada, Policía Nacional Civil, sistema judicial, sistema electoral, tema económico-social ( que comprendía el Foro de concertación, el desarrollo comunal, el crédito agropecuario y el plan de reconstrucción), participación política del FMLN, cese del enfrentamiento armado, verificación por las Naciones Unidas y calendario de ejecución de los acuerdos. Son puntos, mayoritariamente del final de un conflicto, y que en la práctica se enfocaron a la reorganización inmediata de las estructuras militares oficiales; de depuración de estructuras judiciales y de procesos e instituciones electorales; de ajustes inmediatos de concertación[13]. Nada más, pues el tema económico social resultó ser el más débil y el más infructífero, pese a que, sin lugar ha equivocarse, el único momento de regocijo y viva esperanza de todo un país, y todos sus sectores en todo un siglo, se presentó un mediodía de un 16 de enero de 1992.

De esta manera, a 16 años de esos Acuerdos, y de cara a la realidad social y económica actual del país, nadie que preste atención atenta al costo humano de esos acuerdos, puede afirmar que su ejecución y alcance cierra una deuda con la toda la historia de injusticia social que ha cargado la población mayoritaria salvadoreña. Para algunos, durante el cese del conflicto y la implementación de los Acuerdos se cerró en falso la posibilidad de la concreción de la esperanza que por décadas (y siglos) la gente más vulnerable de El salvador ha atesorado. Afirmar eso significa reconocer aún, la existencia de una deuda histórica con el pueblo salvadoreño, que centenariamente ha puesto los muertos en todos los bandos.

El Programa Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), en su Informe de Desarrollo Humano de El Salvador del año 2007-2008, muestra (en base a datos del Censo de vivienda y población 2007), que desde 1992 hasta el 2007, un millón de personas han abandonado el país. Esto significa, que cada hora, 8 personas abandonan el país, para no regresar. Que cada hora, 8 personas se embarcan en una aventura donde se pone la vida en juego, con el ansia de una mejor calidad de vida, para sus familias. Este millón de personas representa el 40% de los 2 millones y medio de salvadoreños residentes en el extranjero actualmente.

El informe del PNUD, demuestra como, junto a este hecho migratorio, existen realidades sociales que explican por si solas este abandono del territorio: a) un salario promedio de $247.00 mensuales, ante una canasta ampliada –alimentos, alquiler, gastos médicos, transporte, vestuario, recreación- que sobrepasaría los $600.00 mensuales; b) una pobreza relativa – familias que no puede cubrir la canasta ampliada- de 21.1% de hogares a nivel nacional; c) una pobreza extrema –familias que no alcanzan ni a cubrir los gastos de alimentación- del 9.6%; d) un subempleo del 43.3% aunado a un desempleo del 6.2%, que significa que el 50% de la población no tiene empleo fijo y sobrevive gracias a iniciativas de pequeño comercio o trabajos eventuales. e) un déficit de vivienda de 554, 169 unidades, que significa, medio millón de viviendas que se necesitan construir; f) una escolaridad promedio de 5.6 a nivel nacional, lo que significa que en promedio, cada salvadoreño o salvadoreña, sólo alcanza un sexto grado de educación primaria y g) el gasto en salud, que como porcentaje del gasto publico total ha ido tan solo, de 9.0 en 1995 a 9.8 en el 2007.[14]

Visto de forma más concreta, lo anterior se manifiesta, por ejemplo, en: a) la negación de alimento, que otra cosa es, que una libra de leche en polvo tenga un valor de $06.00 dólares, y una tortilla el de 0.5 centavos de dólar en un país donde existe un salario mínimo 174 dólares mensuales; b) la negación de vivienda, evidenciada en el hecho que una vivienda de 2 dormitorios alcance un costo de alquiler de 150 dólares; c) la negación de asistencia médica, traducida, por citar un caso, en un tiempo de espera de 6 meses para una consulta especializada en un hospital nacional como el Hospital Rosales y d) un hecho sin precedentes, la negación de la residencia en el territorio nacional, que se expresa en el mantenimiento de un sistema social expulsivo, que empuja la inmigración y que beneficia directamente una economía de consumo que se nutre de las remesas familiares, y que en ningún momento promueve el ahorro ni la inversión comunitaria.

Pese a los Acuerdos de Paz, no hemos logrado la paz, que va más allá de la ausencia de la guerra, y cuya esencia se acerca más a un modo de vida, donde la convivencia, la tolerancia y la validación de las necesidades humanas son prioritarias. Queda claro, que los sectores políticos que han tenido la capacidad de producir un giro en esa herencia de exclusión social, desde las posiciones de gobierno, han carecido de la voluntad, no sólo política, sino también ética, de resarcir el daño moral y humano sobre un pueblo martirizado secularmente.

Está por demás decir, entonces, que las tres administraciones de gobierno que anteceden a los Acuerdos del 92, han dado mayor énfasis a la implementación de medidas económicas liberales in extremis, que a planes quinquenales de desarrollo humano integral. Que en el plano del respeto a los derechos humanos, durante esos gobiernos, se ha producido el olvido de las necesidades más elementales de la persona, subrayándose más bien su desvalorización. Y que tampoco, se ha permitiendo un proceso de verdadera reconstrucción moral de la sociedad, pues en el plano de la aplicación de la justicia, por ejemplo, se ha hecho prevalecer la impunidad por sobre la culpabilidad y la responsabilidad de magnicidios y genocidios, y ante el cuestionamiento de esa impunidad, se ha argumentado la reapertura de heridas, cuando, en la práctica, es esa misma impunidad la que mantiene abiertas las heridas, y no permite un proceso de verdadera reconstrucción social.

La inexistencia en estos 3 lustros, de un programa económico responsable e integral, que de forma efectiva promueva la generación de empleo, la productividad en áreas no tradicionales y alternativas, los acuerdos económicos bilaterales y regionales inteligentes para la generación de insumos energéticos, y la acumulación de recursos estatales para la inversión en áreas sociales (educación y la salud); la desaparición de la actividad agropecuaria como fuente, primero, de seguridad alimentaria en el campo, luego, de beneficio económico y desarrollo comunitario o regional; la falta de concertación en los planes de desarrollo para atender las necesidades más sentidas de la población, no sólo a nivel local, sino regional y nacional, llegando, a la sustitución de prioridades humanas y comunitarias por objetivos corporativos; la inseguridad ciudadana, la violencia permanente contra los recursos naturales, entre otras cosas, hablan por si solos del estado de cosas que hemos alcanzado cuando el estado únicamente recoge, lo que antes no produjo nada más, que un beneficio desigual y un crecimiento de pobreza.


En conclusión, la historia de El Salvador ha sido una constante lucha entre una política de terror estatal y una incansable esperanza de justicia. En consecuencia, ha existido una separación histórica entre la ética y la política, entre el ejercicio del poder y su finalidad social. Pero aun más, entre la participación del poder y la participación justa de la riqueza.

Siempre el Estado ha negado la pobreza, y ha presentado a la población que reclama sus derechos humanos, como una masa impregnada de ideas foráneas que buscan desestabilizar un orden, que en la realidad, no existe. Dicho de mejor forma, la población y sus necesidades, históricamente, queda demostrado, nunca ha existido en el devenir del Estado salvadoreño. Se ha favorecido el enriquecimiento de capitales centenarios y hoy, además de centenarios, globales, por sobre la existencia de personas reales con necesidades concretas de vida. El binomio bienestar social y democracia nunca ha coincidido en nuestra historia, pues el bienestar de unos pocos ha descansado sobre el dominio y la pobreza de otros, los más; y ese bienestar exclusivo ha ido acompañada típicamente del enriquecimiento ilícito y la corrupción permanente.

No queremos otra guerra. Jamás, indiscutiblemente.

Si bien es cierto, que las condiciones sociales de desigualdad e injusticia; de falta de empleo y carencia de servicios de salud, de educación y seguridad social son incluso peores que las que prevalecieron antes del conflicto. Si bien es cierto, que el precio humano pagado para el logro de unos Acuerdos de Paz, que se tradujeran en mejores condiciones de vida, y en una mejor calidad en la satisfacción de las necesidades básicas de la población y las nuevas generaciones, fue humanamente alto, y no se lograron los objetivos sociales deseados, nadie que quiera el poco tesoro humano que nos queda, nadie que dimensione objetivamente el costo social de una guerra civil, o que simplemente, quiera algo mejor para nuestro pueblo, puede desear otra vez, sangre en la calle y en los campos.

No es con un sentido deportivo que se han producido las protestas populares y los levantamientos políticos y militares de la población a lo largo de la historia salvadoreña; no es por ejercicios de instintos bélicos o destructivos; no ha sido por ambición o deseo de poder por el poder mismo. Tampoco ha sido por el hipnotismo de ideologías extranjeras. Ha sido siempre una necesidad. Necesidad casi inevitable de búsqueda de justicia, de búsqueda de paz y respete a los derechos humanos frente a un Estado que de forma permanente ha negado la existencia de la persona que trabaja, y con ello, la existencia de los Derechos Humanos universales.

Un gobierno ético para El Salvador, será aquel que asuma la responsabilidad de atender lo humano antes que nada, con la vigencia plena de los derechos de la población. Atender las necesidades de la persona no como medida populista, sino, como programa de desarrollo inclusivo y con una perspectiva tras-generacional. Será aquel que procure el empleo, la salud y la educación, como bases de una sociedad sana, Será aquel que revierta la expulsividad generada actualmente por el Estado, es decir, la inmigración obligada, y la sustituya por la hospitalidad permanente para todos y todas. Será aquel que cuide el capital humano nacional, por sobre el financiero, y el medio ambiente natural por sobre la infraestructura improvisada y comercial. Por ultimo, será aquel que inicie la despolarización, que valide la memoria histórica para des-institucionalizar la mentira, y que pase a reconciliar por fin, la ética con la política y a ésta con la esperanza.

Sólo así, podremos comenzar a reconstruir el camino hacia una verdadera civilización ahora perdida, y ha destruir el legado actual de la barbarie.


Tejas, diciembre 31 de 2008



Notas:

[1] Browning, David. El Salvador, la tierra y el hombre. Dirección de publicaciones e impresos. CONCULTURA. San Salvador, 1998.

[2] Geoffroy Rivas, Pedro. Pero los nietos del jaguar aun estamos aquí. Discurso pronunciado en a Academia salvadoreña de la lengua, 1966. En La mágica raíz. Antología de ensayos. Dirección de publicaciones e impresos. El Salvador. 1998.

[3] López Austin, Alfredo; López Lujan, Leonardo. Mito y realidad de Zuyuá. Serpiente emplumada y las transformaciones mesoamericanas del clásico al posclásico. México. El colegio de México. Fondo de Cultura Económica. Fideicomiso Historia de las Ameritas. 1999.

[4] Estos datos fueron recogidos por David Browning posteriormente, en su famoso libro La tierra y el hombre-
[5] Jorge Larde y Larín citado por Montano, Félix; Ramos, Mario. Literatura precolombina cuzcatleca. Un códice por descifrar. 2006.

[6] Barón Castro, Rodolfo. La población de El Salvador. Tercera edición. Biblioteca de historia salvadoreña. Volumen 6. Dirección de publicaciones e impresos. CONCULTURA. San Salvador. 2002.

[7]Anderson, Thomas. Matanza. Second edition. Curbston Press. 1992.

[8] Martínez Peláez, Sergio. La patria del criollo. Ensayo de interpretación de la realidad colonial guatemalteca. EDUCA, Centroamérica. 1981

[9] S. Todorov es un autor húngaro, que ha recibido el premio Príncipe de Asturias, por su trabajo en las ciencias sociales. Entre sus obras destacan: El jardín imperfecto; Los nuevos bárbaros y Memoria del mal, tentación del bien.

[10] White, Alastair. El Salvador. UCA Editores. San Salvador. 1992

[11] Notas del autor. Seminario del la Historia de El Salvador en el siglo XX. Universidad de El Salvador, 1994.

[12] De la locura a la esperanza. La guerra de doce años en El Salvador. Informe de la Comisión de la verdad. Revista ECA. Universidad Centroamericana José Simeón Cañas. Marzo 1993..

[13] Acuerdos de Paz. Revista ECA. Universidad Centroamericana José Simeón Cañas. Enero-febrero 1992.

[14] Informe sobre Desarrollo Humano de El Salvador 2007-2008 Programa de las Naciones Unidas para El Desarrollo.

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